SECRETO DE CONFESIÓN - 1ER CAPITULO - CUENTO GENERO POLICIAL

El sigilo sacramental es inviolable. El confesor que viola el secreto de confesión incurre en excomunión automática. La Iglesia Católica declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes.
El Código de Derecho Canónico, canon 983,1 dice: «El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo».

http://www.seudexativa.org/Noticias/2005/03/SecretoConfesion.htm


15 de Mayo de 1.955

Ese día parecía ser extremadamente caluroso, hacían 38º pero se sentía el aire demasiado caliente, el verano había llegado prematuro e implacable. El pueblo tenía un aspecto desolado, el pavimento parecía derretirse con el sol refulgente. Era lunes, pero parecía que nadie tenía ganas de salir a trabajar, a cumplir sus obligaciones. Por un momento vio las calles desde el ventanal de su pequeña oficina, una soledad absoluta, ni siquiera había pasado el autobús de las 8. Le dio la impresión de encontrarse en un pueblo fantasma, de ser el único ser en el mundo. - Bueno basta de tonterías - , se dijo – a dar gracias a Dios por este nuevo y caluroso lunes y a empezar.
Se levantó con pesadez y un fuerte dolor de cabeza; tenía que programar la agenda de ese día, revisar la correspondencia la misa, la reunión con los grupos de la parroquia, la entrevista con el Obispo Carrión. Inés, su secretaria le había pedido permiso para faltar esa mañana, para solucionar un problema personal. Bueno, antes que nada, se prepararía un café bien fuerte para darse un poco de ánimo e iniciar su batalla, su lucha diaria; hacía quince años había jurado sus votos sacerdotales, había momentos que deseaba tirar la toalla, cuando los problemas se juntaban, cuando la soledad le pesaba demasiado en sus espaldas, pero en su interior llevaba esa fuerza, esa convicción que no lo dejaba caer. Su familia le había dado la espalda al principio, recordó, pero, su madre se mantuvo a su lado, siempre contó con su apoyo y desde el cielo sabía que lo seguía bendiciendo y protegiendo. El padre Gastón era un ser sensible, de un corazón muy generoso, con creces había sabido ganarse el cariño y el respeto de sus feligreses. Con el obispo habían tenido algunos roces, pero su humildad no lo dejaba perder nunca su ubicación. Siempre callaba, nunca se quedaba con la última palabra.
La cafetera empezó a chillar, fue a la cocinita, se sirvió en su tacita china el café bien caliente como le gustaba y sin azúcar. El clérigo fue hacia su escritorio abarrotado de papeles, donde lo esperaba infaltablemente su caja de cigarrillos; -ese era el único pecado que no había podido vencer, al menos por ahora- Sobres, cartas, facturas, mmmm, facturas, prefería no mirarlas por ahora, que se encargara Inés cuando volviera mañana. Tenía una hora para programar. Después lo esperaba el confesionario, la obligación ineludible de su amada vocación. El deber sagrado de todo sacerdote, perdonar los pecados para redimir las almas atormentadas y pecadoras. Por lo general se quedaba una hora, según la gente que estuviera esperándolo, pero no se levantaba de allí hasta terminar con el último que estuviera. Se sirvió otra taza de café, el cenicero ya estaba apilando las colillas. Miró hacia la calle, había un poco más de movimiento, el pueblo comenzaba a despertar. Su reloj daban las 8.45.
Antes de levantarse miraría el periódico que siempre dejaba sobre el escritorio don Paco, su fiel asistente, que hacía de portero, mayordomo, y hasta de confesor, pues no pocas veces Gastón se desahogaba con el viejo, de las penas y las adversidades que lo agotaban diariamente. Sin don Paco le faltaba como su otra mitad, así pensaba el sacerdote.
Extendió el periódico, no había nada de extraordinario, “Churchill renuncia como primer Ministro”; “se crea el pacto de Varsovia entre la Unión Soviética y la Europa del este”. Siguió pasando las hojas, noticias deportivas… comentarios económicos… lo normal…al pasar la hoja estaban las crónicas, todos los días había muertes violentas, en 1.950 y en los años que vinieran; - Dios no nos salvará nunca de este mal; la perversidad del hombre; el hombre destruyendo a sus hermanos, buscando su propia destrucción, en todas las formas posibles, guerras, asaltos, secuestros.- Uno de los artículos llamó especialmente su atención: “joven mujer es encontrada estrangulada, maniatada, amordazada, con signos de violación y tortura, en las adyacencias del parque Montserrat” – A pocas cuadras de aquí – pensó el padre. - Qué horror, Dios tenga misericordia de esas personas – No quiso leer más. Para qué. La morbosidad de la prensa amarilla lo sacaba de quicio, no tenían el menor respeto por las personas asesinadas, ni por sus familiares. Ordenó los papeles para que Inés se ocupara. Dejó adentro de la gaveta el dinero correspondiente al diezmo del domingo anterior, que poco alcanzaba para el pago de los gastos. - Nuestro Señor proveerá. Así sea.–
Fue a su habitación pequeña, sencilla, con una mesa de luz, un televisor viejo, un ropero bastante grande, y en la pared un cuadro de la Virgen del Carmen y un crucifijo muy lindo de plata, obsequio de la Arquidiócesis de Salamanca, durante la temporada en que fue llamado a trabajar en esa hermosa provincia de España. Comenzó a cambiarse, se puso su sotana, su estola y salió a comenzar la segunda parte de la jornada. La más larga a veces, pero la que mayor satisfacción le daba. Ayudar a sus hermanos, a reencontrar el camino perdido.
Don Paco ya había abierto las inmensas puertas de Santa Cecilia, la amada y vieja iglesia que todos los días hacía repicar sus campanas para llamar a sus fieles a cumplir con la más sagrada y hermosa de las obligaciones. Ir dar gracias a Dios - por lo menos así lo creía él, desde su humilde condición de sacerdote.
Ya lo esperaba su confesionario, su jaulita de madera –como la llamaba él- donde por una o dos horas estaría prisionero. Era un hombre bastante alto, 1,85 mts.; para entrar y acomodarse era todo un sacrificio para él; y mucho más en estos días de verano que sentía “cocinarse” dentro de su sotana negra y en esa caja que era como un horno. Se sentó a esperar mientras leía su misal; llegaron dos señoras, sí, Ernestina y Amalia, las conocía hace tiempo, devotas y piadosas, a descargar sus penas, sus culpas. como buenas cristianas. Después llegó Juan Luis, el pequeño diablillo de nueve años, que ya había tomado la comunión. Su madre lo enviaba todas las semanas para que Dios le perdonara sus travesuras, que eran semanales también. Así fue pasando la hora. Parecía que no vendría nadie más. Empezó a recoger para retirarse, cuando tocaron la rendija.

- Buenos días padre – Esa voz no le pareció conocida. – Ave María Purísima, buenos días hijo, ¿cuánto hace que no te confiesas?
- Perdón padre que le diga, pero nunca me he confesado.

El sacerdote no podía distinguir bien quién era. Solo escuchó su voz no muy gruesa, que no tenía mucho en particular, solo que arrastraba un poco las palabras. –¿Pero no has hecho la comunión?

- Ufff padre, supongo que no, le he dicho que no me he confesado .
- Bueno, mira, tal vez sería mejor que antes pasases por la sacristía para que hablemos un poco. Porque si como dices, no has hecho la comunión, no puedo darte la absolución.

- Mire Padre, necesito hablar, tengo un problema muy grande. Si no lo digo ahora, ya no habrá más oportunidad. (Su voz sonaba titubeante, nerviosa)
- Está bien ¿Qué problema tienes? Cómo te llamas? No sé en que pueda ayudarte.
- No padre. Sin nombres. Mejor para usted y para mí. Estos días hice algo muy malo, muy malo… Solo dispóngase a escucharme unos momentos nada más.
- Está bien. Dime, ¿que es eso tan malo que hiciste?
- Está bien. Ahí va. ¿Preparado padrecito? Maté a alguien.

Esa voz ya le estaba sonando cínica, burlona. Pero estaba clavado en ese confesionario, no podía moverse. Si don Paco pasara por allí podría tal vez verlo… - ¿Cómo lo hiciste? ¿Fue intencional? ¿Premeditado?
- Sí, muy... muy premeditado. No tuve compasión de la pobre chica. Me gustaba. La gocé bastante y después la estrangulé; no quise que ella me identificara por nada del mundo.

El padre Gastón recordó el artículo de la mañana. Será posible que ese sea el asesino del parque Montserrat? - ¡Dios! ¿En qué lío me has metido? ¿Qué voy a hacer?

El padre Gastón tragó saliva, tenía los ojos semicerrados y los entreabrió, trató inútilmente de mirar de reojo desde la rejilla del confesionario, solo podía distinguir unos ojos oscuros y brillantes que parecían atravesarlo. –Lo lamento pero no creo que pueda ayudarte. No puedo darte ninguna absolución. Como sacerdote solo puedo apelar a tu conciencia, y aconsejarte que te entregues a la policía. Tarde o temprano podrían encontrarte. Si te entregas voluntariamente el abogado podría conseguir ante el Juez que acorten tu sentencia.

- Eso es lo difícil padre, entregarme, jamás. no creo que pueda arrepentirme, siento que lo volveré a hacer. Es como una necesidad, como si mi sangre me lo pidiera.
- ¿Y a qué viniste aquí? No tienes miedo que se entere la policía? ¿Qué sacas con venir a contarme todo esto?

- Padre, quien sabe por qué vine aquí, será para no sentirme tan solo, bueno usted sabe, eso, lo del secreto de la confesión. Si usted habla, yo caería en manos de la poli, y usted saldría excomulgado. O a lo mejor, quizá, si habla, usted también pueda terminar.... ¿es necesario que se lo diga padrecito? Pero no se preocupe, no creo que volvamos a hablar, ni que vuelva a saber de mí. Aunque a lo mejor yo sí de Usted.... Adiós padrecito. Dios lo bendiga…

- ¿Pero en dónde….?- El sacerdote quiso preguntar algo más, pero cuando volteó la vista hacia la rejilla ya no había nadie. Salió del confesionario rápidamente para alcanzarlo, al menos tratar de ver algo más de ese tipo, pero había desaparecido, ni sombra quedó del pecador. - ¿dije pecador? Cristo crucificado, ¿a quién me enviaste? - Sin dejar de mirar hacia atrás y hacia los costados se encaminó a la sacristía lentamente, sus pies parecían pegados al suelo, su cuerpo temblaba aún de impresión, todo le daba vueltas. El dolor de cabeza aumentó, se tomaría la enésima taza de café, o a lo mejor se tomaría una copa de vino. Eso no podía estar sucediendo. No podía hacer nada, ni hablar con la policía, ni con nadie. Su boca estaba sellada por el sagrado secreto de la confesión. Todo seguiría normalmente, todo volvería a la rutina. Y sin embargo, sin saberlo, la vida del padre Gastón ya no volvería a hacer la misma…


Continuará...

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