LA MIRADA DE DIOS
Desde
su celeste ventanal miró hacia abajo, hacia el insignificante planeta tierra,
más pequeño que los otros planetas, pero el más hermoso, el más perfecto, obra
de su Creación, de su Perfección, que alberga a todas las criaturas que lo
alaban, las maravillas del mundo, las pequeñas y grandes cosas, los animales,
las aves, los peces, las plantas, los mares, los ríos, los árboles, la lluvia,
la nieve, la selva, el bosque, el sol, la luna, las piedras, las montañas, las
estaciones y de entre todas esas obras, el hombre, su más amada criatura;
cuando lo creó era Adán y luego de su costilla la hizo a Eva, para que no
estuviese solo. Pero un día desobedecieron y tuvo que echarlos de su presencia.
Los condenó a pasar penurias en el mundo, a tener que trabajar para ganarse el
pan, a parir con dolor, a envejecer y morir... Y así comenzaron a
multiplicarse… hasta este siglo XXI; cuánto tiempo pasó y cuánto seguirá
pasando pensó…hasta que decida el día final.
Sacó
la cuenta en ese momento de los millones de años que llevaba en la tierra esa
criatura débil e imperfecta, pero a quien tanto amaba, de cada uno se sabía su
nombre, su dirección, sus pensamientos buenos y malos; su pasado, su presente y
su futuro. Decidió darse un tiempo para echar una mirada, recorrer desde el sur
hasta el norte, del este al oeste, todos los continentes, todos los rincones de
la tierra, para observar hasta el último de los seres humanos y comprobar
cuánto se acordaban de El; si alguien lo necesitaba, si alguien lo alababa, si
a alguien le importaba, si alguien creía en El….
Su
primera mirada fue para los niños, porque ellos , de su Eterno Amor, eran los
predilectos, los consentidos; los veía nacer, crecer, jugar, estudiar, llenar
de alegría el hogar con su inocencia, su candor, su amor desinteresado, niños
ricos y niños pobres, ninguno tenía diferencia, sus ojos desbordaron el cielo
de Amor. En sus pequeños aún no había malicia, ni malos sentimientos, solo la
vida que comienza, en manos de sus padres, de su familia. En ninguno más que en
los niños podría El reconocerse, porque serán siempre la belleza, la bondad y
la ternura hecha humanidad. Vio a los abandonados, a los maltratados, a esas
criaturitas que no tenían culpa de haber nacido, de haber sido llevados al mundo
para pagar por los pecados de sus padres. Los estrujó entre sus eternos brazos,
El no los abandonaría nunca.
Luego
paseó sus ojos sobre los jóvenes, con su ímpetu, su alegría de vivir, sus
idealismos, sus sueños e ilusiones, en muchísimos pudo leer su corazón, que
pensaban, que lo amaban, que creían, que esperaban; pero en otros vio lo que no
hubiera querido ver, malas intenciones, vicios, perdición, prostitución,
alcoholismo, drogas, abortos, más y más excesos; pero también vio la
incomprensión en sus familias, la falta de diálogo, la violencia verbal y
física; aún había tiempo de hacer algo por ellos, si se dejaran ayudar, si
lograran enderezar su camino, si lo buscaran, si le suplicaran, porque era su
forma de hablar con sus hijos. Sus amados jóvenes tan extraviados. Vació su
mirada de infinita misericordia para consolarlos, para acompañarlos, para
hacerles saber que no los olvidaría.
No se
olvidó de llegar hasta los asilos, donde en la soledad más desierta vivían los
olvidados, los ignorados de la sociedad, los ancianos, esperando la visita de
sus familiares o de alguien que quisiera hacerles compañía; diariamente
recibían la ayuda espiritual de grupos religiosos o personas generosas, pero
raramente iban los hijos y los nietos; ahí permanecían sentados o caminando
lentamente, esperando la hora de reunirse con El. Pronto se abrirían las
puertas del Cielo para coronar sus penas con el descanso eterno en el seno de
su Gloria.
Ya
atardecía, quiso observar a los adultos, solteros, casados, viudos, religiosos,
laicos, hombres y mujeres, eran millones y millones, cuánto bien y cuánto mal
vieron sus pupilas celestes y transparentes; cuánta soledad, amargura y
desamor; sentimientos diversos por doquier en los hombres, en las mujeres,
sentimientos de bondad, generosidad, altruismo, nobleza, sacrificio, renuncia;
matrimonios consagrados ante su Altar, parejas concubinas, parejas divorciadas;
allí en las familias quería vivir El, en la unión, en el amor fraternal, filial
y paternal.
Recorrió
las calles, las avenidas del mundo, las autopistas, demasiado para ver, para no
olvidar, para tener siempre presente. Sonrió su mirada viendo a los hombres de
buena voluntad, que santificaban su Nombre, que daban amor a los demás, que
ayudaban a los desvalidos, a los pobres; que hacían del hogar un templo para el
Dios que los creó, que llenaban las Iglesias con cantos, himnos de alabanzas y
agradecimiento a sus gracias y favores.
Pero
no pudo esquivar sus ojos de los sentimientos más oscuros del hombre, de ese
ser creado desde su imagen y semejanza, al que su rebeldía lo hundía en los
negros abismos del odio, la soberbia, la envidia, el rencor, las guerras, los
crímenes, las violaciones, los abusos sexuales a niños y jóvenes, la eutanasia,
la violencia familiar, la pornografía, las tratas de blancas, los secuestros y
torturas, el abuso de poder, el lenguaje sucio, robos, estafas, mentiras,
calumnias, falsos juramentos, usura, y sobre todo la indiferencia del hombre
hacia sus propios hermanos, pobres, enfermos, indigentes, preguntó ¿cómo podía
caber tanto mal dentro de su criatura? ¿cómo podría hacerles entender que el
Amor, que su Amor lo es todo? ¿cuándo podrían aprender que al obrar con maldad,
con mala intención, con burla, con negación, clavaban sin cesar en su Sagrado Corazón
puñales, espadas, clavos y coronas de espinas. Que su autodestrucción era el
infinito dolor que se hundía en su Espíritu? Dos mil años antes pagó el precio
más caro, el que puede pagar el Padre por su Hijo Amado, que fue traicionado,
rechazado, sacrificado, torturado, despedazado, inmolado en una Cruz por esos
hombres de la tierra, a quienes tanto amó para darles la salvación y la Vida
Eterna, a todo el que quisiera seguirlo, amarlo, vivir y morir en El.
Entendía
que había hombres, mujeres y jóvenes para los que para muchos no habría
salvación, porque no entendían la enseñanza del perdón, del arrepentimiento,
que merecerían ser escupidos de su presencia, porque el amor nunca prevalecería
en sus corazones; para ellos un profundo abismo hondo y negro se abriría a sus
pies por toda una eternidad…
Pensó
por un momento en sus Santos y Mártires que alguna vez moraron en la tierra,
¡qué poco aprendieron de ellos, qué poco los recordaron! Aunque era eternamente
justo; sabía reconocer muy bien a quiénes lo querían, a los que acudían a su
Presencia para pedir por ese mundo cruel, sanguinario y pecaminoso que había
creado el propio hombre; había aún millones y millones de almas por salvar,
almas que nacerían y morirían, una vida que todavía les regalaba, les
obsequiaba con dones, talentos, alegrías y sufrimientos, tragedias, esperanzas
y la fe que con el Espíritu Santo los iluminaba; en sus pequeñas e inteligentes
criaturas, estaba la razón, el entendimiento, que les daba la oportunidad de
tomar las decisiones más importantes, que mediante su existir, tendrían que
adquirir la sabiduría para aprender a vivir; en cada uno estaba esa decisión,
en su libre albedrío, la de condenarse o salvarse mediante su conciencia, bendito
don con que El, Eterno y Omnipotente iluminó a toda la humanidad.
Le
sorprendió, eso sí, oír las quejas dirigidas en cantidades industriales hacia
El; lo culpaban por las consecuencias del mal que ellos mismos se ocasionaron;
por todos los sufrimientos habidos y por haber; un sufrimiento que en la misma
esencia del hombre había El infundido, del que nunca tendría escapatoria en su
vida, porque era así la ley del hombre: nacer, vivir, recibir penas y alegrías,
mientras transitara en su corto o largo existir; porque fue su Ley de Divina
Justicia, escrita y decretada así; para que el mismo hombre conociera la
humildad, la resignación, la fortaleza, la entereza, el valor, la valentía y la
libre determinación de entregarse a sus Manos, a su Santa Voluntad, hasta el
recibir el último aliento de su vida.
Lo
culpaban por desastres naturales (terremotos, huracanes, epidemias) que con la
destrucción del mismo planeta, al paso del tiempo, sus adanes y evas provocaron
(contaminación, ruidos infernales, maquinarias horrendas destruyendo el campo,
la montaña, los mares; bombas nucleares; desperdicios químicos; extinción de
las especies); no previeron las consecuencias, que algún día la misma tierra y
el mar reclamarían el precio; la herida que le hicieron. Lo culpaban por el
hambre y la pobreza, mientras ricos y poderosos se lavaban las manos en cada
país, de la injusticia del hombre para el hombre. Criatura soberbia,
inconsciente - pensó- por eso siempre, siempre, siempre te perdono, porque
nunca sabes lo que me dices ni lo que me haces.
Te
perdono incluso antes de que vayas a obrar mal, porque tu Eterno Creador que
todo lo ve, desde antes que nacieras, ya conoce todos tus pecados y ofensas.
Mas antes de reflexionar sobre tus malos pasos, prefieres, provocar a tu Dios,
lo hieres, lo afrentas, lo insultas, lo niegas, lo odias, le mientes, lo
escupes, lo atacas, lo acusas sin tener una mínima ni remota idea de lo que
irás a encontrar en el más allá. Porque no tienes alcance en tu pequeño cerebro
de mi Grandeza, de mi Omnipotencia, de mi Superioridad sobre ti. Yo los perdono
hijos míos, porque Yo soy la Verdad Absoluta, la Misericordia y el perdón
infinitos. Yo los creé para que un día vengan a Mí a gozar de las maravillas de
mi Reino y de mi Gloria.
Anocheció…en
su pequeña y preferida Tierra; al día siguiente como cada vez, volvería a hacer
el mismo recorrido por su obra, como cada amanecer y cada atardecer, sin
descansar, sin abandonar jamás los pedidos, las oraciones, las súplicas, las
lágrimas derramadas ante las imágenes, en la soledad y en las comunidades, su
obra humana tan agradecida en muchos y tan desagradecida en otros. Cerró el
ventanal de su arco iris, para darles a los hombres su descanso. El se sentaría
a meditar, a pensar que podría hacer por ese mundo que estaba ahí abajo, ignorantes
en su fe, en sus creencias, en sus divisiones, en sus racismos, en su ateísmo,
sordos, ciegos y mudos de corazón. Bendijo una vez más a quienes se durmieron
en santa paz, esperando con fe y oración a otro nuevo día. Recordó a esos
infieles y malos corazones para quienes El no existía, ni importaba, para
quienes no había un pequeño lugar donde cobijar al Dios Altísimo; sus ojos
infinitos se nublaron de tristeza, sin dejar de mirar, de acariciar el desamor
de muchos, muchos humanos e hizo llover sobre diversos lugares de la tierra su
infinito dolor de Padre Celestial…
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